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El cómic latinoamericano de posguerra

En los países del área Hispanoamericana se asentaban las diferentes tradiciones historietísticas. A partir de los años cuarenta aparecen o se consolidan poderosos imperios editoriales que sitúan en los quioscos de sus respectivos países una enorme cantidad de títulos. Vamos a repasar algunos de ellos.

En México, las revistas como Pepín y Chamaco siguieron siendo muy populares. A las creaciones de Germán Butze les va a salir un serio competidor en la figura del historietista Gabriel Vargas, uno de los más queridos dibujantes de la historia del país. Vargas comenzó a dibujar en 1932 y trabajó en Chamaco y sobre todo en Pepín, donde creó una de sus series más conocidas, Los Superlocos, según algunos investigadores un título que aludía a Los Supersabios de Butze. 

Pero fue en 1948 cuando creó su serie más conocida: La familia Burrón. Se trata de toda una institución en México, y sus aventuras se publicaron nada menos que hasta 2009. La serie estaba protagonizada por Borola, una mujer de carácter fuerte, y su familia. Lógicamente, en semejante cantidad de tiempo las peripecias de la familia Burrón dan para mucho y pasan por fases muy variadas, pero sus estudiosos coinciden en que siempre fue un fiel retrato de la sociedad mexicana y de todas sus clases sociales, a veces incluso de una manera un tanto cruel. 

Uno de los acontecimientos fundamentales para entender la trayectoria del cómic mexicano fue la fundación de la editorial Novaro en 1949, una iniciativa de Luis Novaro. La editorial creció hasta convertirse en un gigante con presencia en muchos países hispanoamericanos y España. Fue la responsable de la introducción y mantenimiento de importantes franquicias estadounidenses en el mercado latino, como los cómics de Disney, DC Comics y Marvel Comics, pero también publicó mucho material autóctono que favoreció que cambiara la percepción social de la historieta, hasta entonces dedicada casi exclusivamente al humor para niños. Series como Vidas ejemplares o Fantomas así lo demuestran. Tras dominar las décadas de los sesenta y los setenta, la dura situación económica de México terminaría con la editorial Novaro en 1985, con todo lo negativo que ello supondría para la industria de la historieta nacional. 

La popularización de las revistas de cómic en Argentina permite la expansión de una industria sólida, en la que proliferan las editoriales y los autores, y donde el trabajo se estandariza: como en la historieta estadounidense, surgirá la figura del guionista que deja sus textos en manos de dibujantes. En este caldo de cultivo y mientras en Estados Unidos el cómic se infantilizaba, Comics Code Authority mediante, empiezan a aparecer obras destinadas a un público más maduro. Quizás no estrictamente adulto, pero sí mayor que el público objetivo de Patoruzú. Y en este fenómeno fue decisiva pionera la revista Rico Tipo, fundada en 1944 por José Antonio Guillermo Divito. Estaba dedicada principalmente al humor y alcanzó un gran éxito de ventas en sus dos primeras décadas de vida. 

Brasil es un caso especial entre todos los países del cono sur. Al ser un Estado muy poblado podría pensarse que tiene una base excelente para establecer una industria autóctona a la altura de Argentina o México. Sin embargo, durante las primeras décadas del siglo el mercado brasileño está dominado por productos estadounidenses, principalmente los de la factoría Disney, publicados por Editorial Abril, que produjo también historietas de los mismos personajes realizadas por autores brasileños anónimos. 

El cómic infantil propiamente brasileño despega ya en los sesenta y setenta, con personajes como Pereré, de Ziraldo Alves Pinto, y sobre todo los personajes creados por Mauricio de Sousa, el más exitoso autor brasileño para niños, creador de Mónica, Cebolinha o Cascao. Sus revistas siguen publicándose en la actualidad. Paralelamente se publican cómics de contenido erótico destinados a un lector adulto: los Catecismos de Carlos Zéfiro, por ejemplo. 

Fuente:
Gerardo Vilches, “Breve historia del cómic”, Ed. Nowtilus Saber, p. 95 – 100.

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