Superhéroes en los ochenta: La madurez del género

En los ochenta, el cómic comercial estadounidense vivía una época de cambios profundos, tanto a nivel creativo como empresarial. La edad media de los lectores de Marvel y DC, que ya había ido creciendo durante los setenta, sigue aumentando, mientras que las ventas descienden. Los cómics, poco a poco, van dejando de ser un entretenimiento barato y casi universal entre los niños estadounidenses, al perder la batalla contra el cine, la televisión y los recién nacidos videojuegos. El mercado se va empequeñeciendo y se agarra, cada vez más, a un grupo de aficionados activos, coleccionistas acérrimos que compran un gran número de series al mes.

Esto tuvo como consecuencia que la industria se vio obligada a modificar su sistema de distribución para optimizarlo: el tradicional quiosco pierde poco a poco su importancia como punto de venta principal y deja paso a las tiendas especializadas en cómic, librerías donde un aficionado podía encontrar no sólo todas las series del mercado, sino también un gran stock de números atrasados y merchandising de todos sus personajes favoritos. Para exprimir este punto de venta al máximo, las grandes distribuidoras idean el direct market, o mercado de venta directa, que consiste en ofrecer los productos con un margen de beneficios mayor a las librerías, además de otras ventajas, a cambio de eliminar la posibilidad de devolver los ejemplares invendidos. De esta manera, las editoriales aceptaban que el mercado se había reducido para siempre, pero se aseguraron unos mínimos sostenibles. De todas formas, aún era una época de bonanza, que además trajo cierta madurez al género de los superhéroes. Conscientes de que su público ya no eran chavales de diez o doce años, los creadores y editores se sintieron con más libertad para tratar determinadas temáticas y hacer evolucionar a sus personajes. 

En Marvel apareció una nueva generación de autores, por ejemplo, Roger Stern, que llevó a los Vengadores y a Spider-Man a exitosas etapas. Walter Simonson, primero como autor completo y después con Sal Buscema al dibujo, renovó por completo Thor, con una sucesión de sagas épicas a medio camino entre la fantasía heroica y los superhéroes que se convirtió en un clásico y una de las etapas más sólidas y coherentes de la historia de la editorial. Pero la serie estrella continuó siendo Uncanny X-Men, aún con Chris Claremont pero ya sin John Byrne, que se encargó como autor completo de una célebre etapa de Fantastic Four. Claremont siguió construyendo durante toda la década la saga del equipo mutante, centrándose en personajes como Lobezno y Tormenta, sobre todo, pero también trayendo a otros nuevos. Además de la serie principal fueron apareciendo otras derivadas, llamadas spin-offs en el argot de la industria, que consolidaron toda una línea editorial de tremendo éxito. 

Secret Wars fue uno de los mayores éxitos de Marvel en los ochenta. Publicada en 1984, esta serie de doce números se convirtió en un éxito de ventas brutal, y dio pie a una interminable lista de cross-overs, es decir, cruces de series en las que diferentes personajes compartían protagonismo. Jim Shooter, editor en jefe de Marvel, fue su principal impulsor y guionista, y junto con el dibujante Mike Zeck creó una saga llena de acción en la que la mayoría de los héroes de Marvel luchaban contra los principales villanos en un planeta lejano creado por el Todopoderoso, una misteriosa entidad casi divina. Secret Wars demostró que Shooter era un editor con un gran olfato para el mercado, aunque su personalidad y manera de trabajar con los autores le granjearon no pocos enemigos, entre ellos varios de los autores más importantes, que acabaron por abandonar el barco de Marvel. 

Mientras tanto, en la otra acera del mainstream, DC Comics luchaba por no perder terreno frente a su principal rival. Durante la década anterior se había intentado dotar al universo de ficción de la misma coherencia y continuidad de que gozaba el de Marvel, pero para cuando llegaron los ochenta se habían superpuesto tantas historias y versiones de sus superhéroes que ni el fan más experto podía desenredar esa madeja. En 1980, una de las series punteras de DC era Teen Titans (Jóvenes Titanes), de Marv Wolfman y George Pérez, quizás la serie de grupo de héroes más influyente de su época junto con X-Men. Siguiendo su modelo narrativo moderno y actual, la editorial encarga a los mismos autores una serie limitada que responda comercialmente al éxito de Secret Wars y que al mismo tiempo ordene el galimatías de mundos alternativos y versiones apócrifas que diferentes editores y guionistas habían ido sacándose de la manga. El resultado fue Crisis on Infinite Earths (Crisis en las tierras infinitas), que apareció en 1985 con el objetivo de ser un nuevo punto de partida sencillo, para que pudieran engancharse nuevos lectores, y también para que a los autores les resultara más fácil su trabajo. La serie de doce números es un desfile interminable de todos los personajes de DC, algunos de los cuales mueren durante la aventura, como el primer Flash o Super Girl. 

A partir de la Crisis, el universo DC se reordena y parte de cero contando con reputados autores que tienen como misión establecer nuevos orígenes y trasfondos para los superhéroes. Por ejemplo, John Byrne, recién salido de Marvel, fue el encargado de relanzar Superman. Byrne quiso volver a los orígenes del personaje y eliminar ciertos elementos de su mitología que habían ido apareciendo durante los años previos, como el Superperro, las kriptonitas de colores o la Fortaleza de la Soledad. Otras series interesantes de esta época fueron la Wonder Woman de George Pérez, la humorística Justice League of America de Keith Giffen y J. M. DeMatteis o las series de Batman editadas por Dennis O’Neil. 

Sin embargo, los cómics más importantes –e interesantes– publicados por DC serán otros muy diferentes, nuevos proyectos y conceptos desarrollados por autores recién llegados al género. 

Antes, tenemos que volver a cruzar de acera y ver qué se cocía en las oficinas de Marvel en este sentido, en el de los conceptos novedosos. Se creó un nuevo formato, bautizado como Marvel Graphic Novels (Novelas Gráficas Marvel): cómics de lujo, de tamaño mayor que el comic-book, con contenidos no sometidos a la Comics Code. Además, estamos en una época de lucha por parte de los autores para conseguir mejores condiciones laborales, como la devolución de sus originales y un reparto de beneficios y royalties más justo. Entre eso y las posibilidades cada vez mayores para publicar en editoriales más pequeñas o incluso autoeditarse, tanto Marvel como DC crearon sellos para los proyectos propios de sus autores en los que retendrían los derechos sobre los mismos, como forma de evitar su fuga. La primera novela gráfica de Marvel, de 1982, fue un cómic histórico: The Death of Captain Marvel (La muerte del Capitán Marvel). Obra de Jim Starlin, guionista y dibujante que había desarrollado durante los setenta todo el potencial del lado cósmico de Marvel, presenta a un viejo héroe que sucumbirá no en combate, ni víctima de sus enemigos, ni en un sacrificio heroico, sino en la cama, vencido por un cáncer incurable. Todo un golpe de realidad completaba de alguna forma ese giro que Stan Lee inició en los sesenta bajo la máxima de “superhéroes con superproblemas”, cuyo impacto fue tal que a día de hoy el Capitán Marvel es prácticamente el único héroe de Marvel al que nadie se ha atrevido a resucitar. 

El mismo Starlin inició en el mismo año Dreadstar, una odisea cósmica con personajes propios, que se publicó en el recién creado sello Epic Comics, una división de Marvel donde también se publicaría, entre otros, el Groo de Sergio Aragonés y Mark Evanier. 

Otro autor en el que merece la pena detenernos es Bill Sienkiewicz. Comenzó su carrera en Marvel a finales de los setenta siguiendo el modelo realista y grandioso de Neal Adams, pero pronto desarrolló su propio estilo totalmente rupturista con la tradición del género. Expresionista, sucio, de trazo furioso y experimentos radicales, Sienkiewicz era odiado y amado por los fans a partes iguales, primero en Moon Knight y luego en The New Mutants, aunque su inquietud autoral lo acabó llevando lejos de los superhéroes, en busca de proyectos personales como la extraña novela gráfica Stray Toasters. 

Si hubo en aquellos momentos un autor con conciencia de serlo, ese fue Frank Miller. Nacido en Maryland, con poco más de veinte años se presenta en Nueva York con la intención de convertirse en historietista y las ideas muy claras: lo que él quiere hacer son historias de género negro. Pero el mercado mainstream de finales de los setenta sólo tiene sitio para una cosa: superhéroes. Miller acaba realizando algunos trabajos alimenticios en Marvel y DC, hasta que en 1979 se convierte en el dibujante fijo de Daredevil, guionizada en aquel entonces por Roger McKenzie. Poco después, tras la marcha de este, Miller propone encargarse también del guion. La respuesta de sus editores es afirmativa, lo que puede parecer arriesgado, aunque no lo fue tanto si tenemos en cuenta que Daredevil era una colección más que secundaria al filo de la cancelación. El resultado de aquella decisión fue que Miller dio rienda suelta a su talento y creatividad, y convirtió la cabecera en algo absolutamente histórico. Con Klaus Janson entintándole, revolucionó las férreas reglas narrativas del comic-book, e introdujo por primera vez la influencia de los mangas que devoraba en los cómics de superhéroes. Daredevil se vuelve un héroe sombrío, que se enfrenta a la Mano, una organización secreta de ninjas, y a Kingpin, uno de tantos enemigos de Spider-Man convertido ahora en un poderoso e intocable señor del crimen de Nueva York. Miller reinventó el origen de Daredevil y presentó a Elektra, la inolvidable asesina de destino trágico que marcará para siempre la vida del héroe. 

Si Daredevil fue importante no fue sólo por las historias que Miller contó, sino también porque partían de un concepto de autoría prácticamente inédito hasta entonces. Más allá de que fueran tebeos de Daredevil, aquellos eran tebeos de Miller, donde este trataba los temas que acabarían siendo constantes en su carrera: la caída en desgracia y posterior redención del héroe, el sacrificio heroico, la justicia… Su etapa terminó en 1983, aunque poco después regresó, esta vez dejando el dibujo en manos de David Mazzucchelli –autor, años después, de una adaptación al cómic de Ciudad de cristal de Paul Auster, junto con el guionista Paul Karasic–, para rematar el ciclo de Daredevil con Born Again, una de las mejores historias que se han publicado jamás con el sello de Marvel. 

Tras Daredevil, Miller marchó a DC, atraído por la posibilidad de realizar cómics cuyos derechos de autor le pertenecieran. Así nacería Ronin, una serie limitada fuertemente influida por el manga y el trabajo de autores europeos que Miller admiraba. 

Pero lo más importante de su trabajo en DC fueron sus historias de Batman. Tras las Crisis en tierras infinitas, DC buscaba reorientar a sus principales figuras con enfoques más acordes con los tiempos. En el caso de Batman, parte de ese enfoque se consiguió con el proyecto que Frank Miller les presentó en 1986: The Dark Knight Returns (El regreso del señor de la noche). Era una historia crepuscular en la que un Bruce Wayne casi anciano y retirado volvía a vestir el traje de Batman para enfrentarse a una ola de crímenes en Gotham City y al regreso de su mayor enemigo, el Joker. Aunque finalmente acaba luchando contra Superman, convertido en símbolo del gobierno corrupto del país. Este futuro oscuro es el escenario perfecto para que Miller reflexione acerca de la naturaleza del héroe y vuelva a las raíces más puras del género, no a través del homenaje o la imitación, sino con un aspecto nuevo y brillante, aunque recubierto de una violencia cruda y más realista. El tono de la historia de Miller pudo ser mucho más adulto, dado que debido a su formato no tuvo que ser aprobada por la Comics Code Authority. El resultado fue un éxito total, que trascendió los márgenes del fandom y obtuvo una repercusión inusitada en los medios de comunicación. 

Junto con Miller, la figura clave de la revolución en el cómic estadounidense fue Alan Moore, que paradójicamente es inglés y comenzó su carrera en editoriales de su país. Nacido en Northampton en 1953, a finales de los setenta Moore era un hombre casado que provenía de una familia de clase baja, que no había podido terminar su formación escolar y había sido un autodidacta convencido. Atraído por el punk, el anarquismo y la corriente contracultural que en la Gran Bretaña de Margaret Thatcher se oponía desde la marginalidad a la cultura oficial, Moore comenzó a publicar en fanzines y revistas musicales, incluso dibujando sus propias tiras. Pero llegó un momento en el que la necesidad económica le hace plantearse iniciar una carrera como escritor de cómics. En 1980 publicó su primera historia en 2000 AD, una revista de ciencia ficción que se había convertido en un vivero de talentos del cómic inglés. Su producción en Gran Bretaña incluye Captain Britannia (Capitán Britania) para la división inglesa de Marvel Comics, DR and Quinch o The Ballad of Halo Jones (La balada de Halo Jones), pero destacan por méritos propios dos obras que realizó de forma simultánea: Marvelman y V for Vendetta (V de Vendetta). 

Marvelman –más tarde Miracleman por problemas de derechos– comenzó a aparecer serializada en la revista Warrior en 1982. Con dibujos de Garry Leach y después Alan Davis, la serie se desarrollaba entre el homenaje y la deconstrucción del concepto de superhombre, especialmente del que fue el primero de todos: Superman. En las páginas de Marvelman, Moore fue poniendo a punto algunos de sus temas recurrentes que explotaría en obras posteriores: la corrupción del poder, la naturaleza del hombre, y la relación entre ficción y realidad. 

Al mismo tiempo publicaba junto con el dibujante David Lloyd en la misma revista una de sus obras más famosas: V for Vendetta. En ella presenta una Inglaterra futura y distópica con ecos orwellianos, gobernada por un autoritario gobierno de corte fascista que controla todos los aspectos de la vida de sus ciudadanos. En este mundo gris, claro reflejo de la opinión que Moore tenía del gobierno Thatcher, surge V, en parte justiciero romántico y en parte sádico terrorista. V lleva la máscara de Guy Fawkes, el famoso conspirador católico del siglo XVII que intentó volar el Parlamento. La obra es un alegato a favor del anarquismo y la revolución que impactó por su incómodo mensaje y su alejamiento de lo que se había venido haciendo en el cómic comercial hasta entonces. Cuando Warrior tuvo que cerrar, Moore y Lloyd siguieron publicando la serie hasta su final en DC Comics. En 2006 se produjo una adaptación cinematográfica que sustituía el perturbador concepto de anarquismo por una más digerible y ambigua “libertad”, lo cual no impidió que se reactivara el interés por la obra original y su significado, hasta el punto de que el conocido grupo antisistema Annonymous ha adoptado la máscara de Guy Fawkes como símbolo de sus acciones. 

En 1984, al mismo tiempo que sigue colaborando en publicaciones inglesas, Moore dio el salto al otro lado del Atlántico, concretamente a DC Comics. Su llegada a la veterana editorial supuso un impacto indiscutible, y abrió la puerta a otros muchos autores británicos. El primer trabajo de Moore fue The Saga of Swamp Thing (La Cosa del Pantano), personaje creado por Len Wein y el reputado dibujante Bernie Wrightson en pleno revival de los cómics de monstruos durante los setenta. Moore reinventó al personaje modificándolo a su gusto. Hasta entonces, la Cosa del Pantano era un científico llamado Alec Holland que, víctima de un accidente, se convierte en un ser mitad humano y mitad vegetal. En manos de Moore, sin embargo, se descubre que, en realidad, Holland murió en esa explosión y la Cosa del Pantano es, en verdad, un ser vegetal que cree ser humano. La acción típicamente superheroica quedará arrinconada a favor de un terror gótico, más psicológico que explícito. Alan Moore permanecerá en la serie hasta 1987, junto con los excelentes dibujantes Stephen Bissette y John Totleben, que aportaron la ambientación perfecta a sus historias. Los tres dan rienda suelta a todo tipo de experimentos narrativos, y también tratarán varios temas inexplorados en el cómic estadounidense comercial: la ecología, los maltratos a menores, las drogas, la magia, la vida y la muerte. 

En las páginas de La Cosa del Pantano, Moore creó a uno de los personajes más interesantes de los ochenta: John Constantine. Se trata de un mago posmoderno que no hace magia, una especie de Merlín que guía a la Cosa del Pantano y que en lugar de túnica y barba blanca tiene una gabardina y el rostro del cantante Sting. Es un golfo encantador, un cínico fumador compulsivo de turbulento pasado capaz de sacrificar lo que sea necesario, incluyendo a sus amigos, para hacer lo que debe hacerse. Con esos mimbres, no sorprende que pasara de secundario de lujo en Swamp Thing a protagonista de su propia cabecera: Hellblazer. 

Alan Moore se acabó convirtiendo en el guionista de moda en el mercado estadounidense. Realizará varias historias de Superman y The Killing Joke (La broma asesina), protagonizada por Batman, trabajos que, aunque no estén entre sus obras maestras, contribuyen a su fama de guionista meticuloso, amante de las historias complejas, con múltiples lecturas y un enfoque decididamente más adulto. Todo ello explotará a lo grande en una de sus mejores obras: Watchmen. 

Watchmen, publicada entre 1986 y 1987 con dibujos de Dave Gibbons, es una maxiserie de doce números que en su origen iba a ser la llave para abrirles la puerta del universo DC a los personajes de la editorial Charlton, cuyos derechos habían sido adquiridos por DC años antes. Pero pronto queda claro que las ambiciones de los autores desbordan esa idea y el editor les da vía libre para crear algo totalmente diferente. También deciden editarla con un papel de mayor calidad y sin los habituales anuncios que llenaban las páginas interrumpiendo las aventuras de los héroes enmascarados. Los viejos personajes de la Charlton son descartados y Moore idea un nuevo plantel que, inspirándose en ellos, es otra cosa completamente diferente. Watchmen, como historia, es todo lo que han dicho los críticos: una sátira posmoderna del género de superhéroes, un whodunit más o menos al uso, un intento de plasmar un mundo con superhéroes plausible, una distopía política. Pero es también, y sobre todo, un tratado acerca del lenguaje del cómic, un compendio de recursos narrativos, llevado prácticamente hasta la obsesión creativa por Moore, Gibbons y el colorista John Higgins. 

Al margen de su indiscutible valor artístico, el impacto de Watchmen en el mercado fue enorme. Junto con The Dark Knight Returns de Frank Miller y Maus de Art Spiegelman, fue el tebeo que llamó definitivamente la atención de los medios no especializados sobre lo que se estaba cociendo en el cómic. De repente, los superhéroes se hacían adultos, y eran vehículo para reflexiones adultas. Moore consiguió llegar al público no habitual, y demostró que en el mainstream podía y debía haber espacio para la voz autoral más genuina. 

Lamentablemente, su espíritu fue rápidamente vulgarizado y pervertido. Primero porque el atrevimiento de Moore con personajes creados ex profeso no era siquiera imaginable con las rentables franquicias de Marvel y DC. Y porque autores menos capaces entendieron como pudieron o quisieron de qué trataba Watchmen y qué la hacía una obra diferente. Se quedaron con lo superficial, con los personajes violentos y la ambientación oscura, con el narrador en primera persona, que sin la habilidad necesaria se volvía pueril. El resultado fue la corriente grim and gritty (literalmente, sombrío y áspero), que convertía a los superhéroes en personajes violentos y torturados, con métodos tan expeditivos como los de los villanos que combatían, y con una calidad artística a mucha distancia de la que ofrecieron sus antecesores. A pesar de ello, la fama de Watchmen no ha hecho más que crecer. Reeditado en múltiples ocasiones, ya en formato de libro, la reciente adaptación cinematográfica a cargo del director Zack Snyder la ha devuelto a la actualidad y acercado a un público que no frecuenta los tebeos, pero se ha visto atraído por su extraordinaria calidad. 

Fuente: 
Gerardo Vilches, “Breve historia del cómic”, Ed. Nowtilus Saber, p. 215 – 234.

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