El tebeo de posguerra en España

Mientras tanto, en España, una vez superadas las dificultades provocadas por la Guerra Civil, el tebeo vivió una época de esplendor, aunque alejada del glamour del mercado franco-belga. Con Bruguera convertida en un gigante editorial –no sólo de tebeos, sino también de literatura popular–, el TBO de nuevo en marcha desde 1941, la Editorial Valenciana como alternativa más fuerte al imperio Bruguera y varias editoriales más pequeñas imitando su modelo y pugnando por hacerse un hueco, se abre un panorama de bonanza que se explica por varios factores. Primero, por la necesidad de la sociedad española de un entretenimiento evasivo y sumamente barato en una época sin televisión, que llevará a vender centenares de miles de revistas cada mes. Y segundo, por la increíble eficacia de los mecanismos industriales que se pusieron en funcionamiento: Bruguera se convirtió en una máquina de facturar revistas, que contaba con una inmensa plantilla de dibujantes y escritores mal pagados. No se respetaban los derechos de autor y las páginas de los dibujantes, una vez entregadas, eran modificadas, recortadas y reutilizadas las veces que hiciera falta, sin que, por supuesto, se les volviera a remunerar por ello. Así se consolidaron dos tradiciones diferentes pero paralelas, vinculadas cada una a sendos formatos: la revista de humor y el cuadernillo de aventuras.

Respecto a la primera de estas tradiciones, continuaba el TBO, con un humor blanco, inofensivo, pero también con excelentes artistas, como Josep Coll i Coll, uno de los grandes genios del tebeo español, famoso por sus brillantes chistes mudos. Por su parte, Valenciana era una editorial que había nacido en 1932 y se dedicaba al folletín de derribo, pero que en los cuarenta orientó su actividad al tebeo, sobre todo con Jaimito (1944), su cabecera más famosa. Uno de sus autores humorísticos más importantes fue José Sanchis, el creador de Pumby y Robín Robot. 

Pero entremos ya de lleno en Bruguera. Su influencia y dominio del mercado de la revista infantil fue cada vez mayor, y su tipo de humor tan característico que acabó por acuñarse el término de Escuela Bruguera para referirse a él. Era un humor mucho más ácido que el de Jaimito o TBO, con violencia visual y una crítica subterránea a las instituciones y a los cimientos de la sociedad española, especialmente a la familia, sólo posible porque en un primer momento la Administración miraba hacia otro lado, porque posiblemente no concebía que una publicación infantil pudiera ocultar ese tipo de pullas. Tampoco estamos hablando de críticas directas al franquismo, por supuesto, pero sí de pequeñas burlas a costa de figuras de autoridad como el padre, los políticos o la policía. 

El tremendo éxito de Bruguera tuvo mucho que ver con el trabajo de los considerados “cinco grandes”: Josep Escobar, creador de Carpanta, Zipi y Zape y Petra, criada para todo, Guillermo Cifré, autor de Don Césped y El repórter Tribulete, José Peñarroya, dibujante de Gordito Relleno, Eugenio Giner, padre del Inspector Dan –en este caso un cuaderno de aventuras–, y Carlos Conti, especializado en chistes sin personajes recurrentes. Estos cinco dibujantes intentaron en 1957 fundar su propia revista, Tío Vivo, orientada a un público más adulto y con nuevos personajes, dado que los que ellos habían creado en Bruguera pertenecían a la editorial. Este intento embrionario de autogestión editorial, que se saldó con la vuelta de los “cinco grandes” –excepto Giner– a Bruguera un año más tarde, incapaces de enfrentarse a la maquinaria editorial que marginó su revista en los quioscos, ha sido contado por un autor actual, Paco Roca, en la novela gráfica El invierno del dibujante. 

Al margen de estos cinco autores, había otro puntal en Bruguera: Manuel Vázquez. Para muchos es el mejor autor humorístico que ha dado España. Llegado a la editorial en 1947, creó personajes tan conocidos como Las hermanas Gilda, La familia Cebolleta o, más adelante, Anacleto, agente secreto. Su increíble imaginación y capacidad tanto para el humor crítico como para el absurdo contrastaban con su falta de disciplina y amor a la buena vida: Vázquez fue un personaje en sí mismo, un golfo que alardeaba de los sablazos que daba, de no pagar nunca ninguna cuenta y de trabajar lo menos posible. De su vida se cuentan tantas historias que es difícil distinguir la verdad de la leyenda, pero sí sabemos que llegó a tener once hijos, que sus acreedores lo perseguían por toda Barcelona y que era capaz incluso de fingir la muerte de su padre para conseguir un adelanto en Bruguera. El lector de estas líneas se preguntará, y con razón, por qué en la editorial aguantaban a Vázquez. La respuesta es sencilla: sus personajes eran los más populares. Cada página que entregaba era oro puro para la editorial. Tanto era así que se animaba a los numerosos jóvenes dibujantes que se iban incorporando a la editorial a que imitaran sin tapujos su estilo gráfico. 

Haciéndolo empezó su carrera otro de los grandes de Bruguera: Francisco Ibáñez. Ingresó en la editorial en 1957, y su talento para el humor directo y violento, combinado con su habilidad imitativa, le deparó una excelente carrera. Un año más tarde creará a sus personajes más célebres, los más vendidos de toda la historia del cómic español: Mortadelo y Filemón, agencia de información. El aspecto de Mortadelo lo tomó Ibáñez de un personaje de la revista argentina Rico Tipo –frecuente “inspiración” brugueriana–: Fúlmine. La serie nace como una parodia del género policiaco o detectivesco, y la habilidad para el disfraz de Mortadelo encanta a los lectores. Pronto Mortadelo y Filemón se habían convertido en los personajes más populares de Bruguera, a los que se irán uniendo a través de los años La familia Trapisonda, Pepe Gotera y Otilio o Trece Rue del Percebe. El sentido del trabajo de Ibáñez le permitió hacer frente a la enorme demanda de sus páginas por parte de Bruguera, aunque fuera a costa de perder originalidad y de copiar gags y viñetas de otras revistas, que circulaban por las oficinas de la editorial y estaban a disposición de los dibujantes. 

Ahora se escribirá de esa otra tradición: el cuaderno de aventuras. Normalmente de formato apaisado, con interior en blanco y negro y cubierta a color, el cuaderno de aventuras tuvo una aceptación enorme desde los cuarenta debido, como en el caso de las revistas de humor, a su bajo precio. Una de las publicaciones pioneras fue Chicos, que incluía varias series –por ejemplo, la mítica Cuto de Jesús Blasco–. Tras la Guerra Civil sobrevendrá una auténtica avalancha de historieta de aventuras, generalmente dibujadas en estilos inspirados en mayor o menor medida en el cómic estadounidense realista de prensa, que como se vio está también en esta época en su máximo apogeo. Es imposible acordarse aquí de toda esta miríada de autores y personajes que construyeron la infancia colectiva de varias generaciones de españoles. Pero por lo menos hay que tratar de detenerse por fuerza en los más relevantes. 

Vamos primero con los publicados por Bruguera. Ya se mencionó al Inspector Dan, dibujado por Giner y guionizado por, entre otros, Víctor Mora. Fue la única serie realista publicada en Pulgarcito, aunque más adelante también se publicó en cuadernos, y contaba las aventuras de un detective de Scotland Yard que se enfrentaba a casos paranormales. 

Y ya que hemos mencionado a Mora, hablemos de la principal serie que guionizó: El capitán Trueno. Se puso en marcha en 1956 con Ambrós como dibujante, y presentaba las aventuras de un noble en plena Edad Media que acompañado de sus fieles Crispín y Goliat y su amada Sigrid recorría Europa desfaciendo entuertos. Los imaginativos guiones de Mora parecían escapistas, pero en las frecuentes luchas de Trueno contra caudillos y tiranos sublimaba su posición antifranquista de formas indetectables para la censura. El capitán Trueno fue uno de los mayores éxitos comerciales de Bruguera, que se dice que llegó a vender 350.000 ejemplares semanales. Se convirtió en el personaje no humorístico más conocido del tebeo español, lo que motivó que aparecieran nuevas revistas con sus aventuras y que Bruguera decidiera buscar más colaboradores para hacer frente a la demanda. El capitán Trueno ha llegado hasta nuestros días, e incluso recientemente ha sido protagonista de una película dirigida por Antonio Hernández, El capitán Trueno y el Santo Grial (2011). Mora ideó muchos más héroes que fueron variantes más o menos alejadas del original: El cosaco verde, El corsario de hierro, y, sobre todas ellas, El Jabato. El trabajo de Víctor Mora destacó, además, por el tratamiento de sus personajes femeninos, dotados de un carácter y una independencia inconcebibles en el tebeo de entonces. 

Previa a El capitán Trueno fue El cachorro, dibujada por Juan García Iranzo entre 1951 y 1960. La serie contaba las aventuras de un comandante de galeote español que recorría el mundo limpiando los mares de piratas. También de gran éxito, Iranzo prefirió concluir la serie en 1960 antes de dejar que Bruguera explotara su nombre con otros autores, en una decisión bastante infrecuente en aquella época. 

Mientras que en materia de humor el dominio de Bruguera fue cada vez más incontestable, en el campo de las aventuras juveniles fueron varias las editoriales que encontraron fórmulas que cosecharon suficiente éxito como para hacerle frente. Ese fue el caso de Editorial Valenciana, que encontró en 1940 un filón gracias a la creación de Eduardo Vañó: Roberto Alcázar y Pedrín. En activo hasta 1976, la serie contaba las andanzas de esta suerte de aventurero español, Roberto Alcázar, y su adolescente acompañante Pedrín, enfrentados a siniestros enemigos del crimen internacional. Su época de mayor éxito fue la de los cuarenta, antes de que llegaran El capitán Trueno y el resto de los personajes de Bruguera, pero siempre mantuvo una buena salud en cuanto a ventas. El paso del tiempo ha consagrado la serie como un producto fascista de manera injusta: Roberto Alcázar y Pedrín era una serie de aventuras que, como todas las de su tiempo, empleaba a otras etnias como pérfidos y tontos enemigos, pero nunca hizo apología del régimen de Franco. De hecho, su primer guionista, José Jordán Jover, fue represaliado tras la Guerra Civil. 

Seguimos con la Editorial Valenciana y hablamos ahora de uno de los grandes dibujantes realistas de la época: Manuel Gago, que creó en 1944 a otro de los iconos del tebeo: El guerrero del antifaz. La serie estaba protagonizada por el hijo de un cacique musulmán que en los días finales de la reconquista decide luchar contra los árabes tras morir su madre cristiana a manos de su padre. Su lucha incansable durante los veintiún años que dura la serie se refleja en el mundo real, en la que los herederos de Gago mantuvieron para recuperar los derechos sobre el personaje, hurtados por el editor Juan Bautista Puerto Belda, que incluso llegó a presentar en el registro de propiedad intelectual un dibujo de Gago como si fuera suyo. Fue quizás el único personaje que pudo hacer frente, en cuanto a popularidad, a las creaciones de Víctor Mora. 

Otros títulos reseñables publicados por otras editoriales fueron Aventuras del FBI (1951-1961), realizadas por varios autores en la editorial Rollán, y las archiconocidas Hazañas Bélicas (1948-1958) de Boixcar, uno de los dibujantes más influyentes en la tradición de dibujo realista. 

Por último, hay que apuntar que existió un buen grupo de publicaciones enfocadas exclusivamente al público infantil femenino. Estos “tebeos de niñas” presentaban aventuras de fantasía blanca, donde las protagonistas femeninas reflejaban los valores que se esperaban de las mujeres durante el franquismo: sumisión al hombre, abnegación y fidelidad en el matrimonio. Algunas de las publicaciones más importantes fueron Mis chicas, Florita y sobre todo la colección Azucena de la editorial Toray, publicada entre 1946 y 1971. 



Fuente:
Gerardo Vilches, “Breve historia del cómic”, Ed. Nowtilus Saber, p. 86 – 95.

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