Jeff Smith es un buen ejemplo de autor de género que hace la guerra por su cuenta. En 1991 creó su propio sello, Cartoon Books, para editar el primer número de Bone, una serie de humor y fantasía para todos los públicos que se extendió hasta 2004. Bone cuenta la historia de los tres primos Bone, perdidos en una región donde vivirán una aventura épica con ecos de El Señor de los Anillos. El excelente dibujo de Smith y el ritmo emocionante del relato, salpicado con gags humorísticos, convirtieron Bone en un éxito que acumuló varios premios durante su publicación y fue y es un superventas, tanto en la editorial propia de Smith como durante el período que fue editada por Image Comics.
Sin embargo, lo más interesante de este período lo publicarán autores que, alejándose de géneros tradicionales y de la industria convencional, desarrollen su obra personal sin ataduras, siguiendo el camino marcado por los Hernandez o Art Spiegelman.
El primero de ellos del que vamos a hablar, Charles Burns, de hecho, inició su carrera durante los ochenta y publicó historias en RAW, la revista editada por Spiegelman y Françoise Mouly. Las historias de Burns son a menudo malsanas y angustiosas, y su universo autoral es tan hermético y desconcertante como el de David Lynch. Su dibujo perfeccionista, alejado del feísmo underground, sólo consigue acentuar aún más esas cualidades de sus obras. En los ochenta ya llama la atención, por ejemplo, con sus historias breves de El Borbah, un luchador de wrestling detective, o la excelente Skin Deep, pero su consagración como uno de los autores esenciales del cómic contemporáneo llegó con Black Hole (Agujero Negro), serializada entre 1993 y 2004 y obra maestra del cómic independiente estadounidense. En ella, Burns presenta a un grupo de adolescentes afectados por un extraño virus que les produce mutaciones físicas diversas. Puede que suene a los superheroicos X-Men, pero nada más lejos. Black Hole incide en los aspectos psicológicos de los personajes y emplea la mutación como una metáfora de la propia adolescencia como proceso de cambio y entrada en la vida adulta. La soledad y la incomprensión se ceban en unos jóvenes parte –o víctimas– de la generación X que Burns retrata con retorcida sensibilidad.
Peter Bagge se inició en el mundo del cómic siendo muy joven, en el Weirdo de Robert Crumb, cabecera que incluso llegó a editar en su última etapa a inicios de los ochenta. En 1990 comenzó a publicar su propio comic-book, Hate (Odio), una de las publicaciones fundamentales del alternativo de la época. En ella, Bagge, a través de su álter ego Buddy Bradley, cuenta aspectos de su propia vida y construye uno de los retratos más fieles que se han hecho nunca de la generación X, desde un punto de vista tremendamente ácido. En 1998, Bagge decidió concluir Odio, aunque ha seguido publicando cómics, incluso algunos en Marvel.
Daniel Clowes había publicado alguna historia breve en Love and Rockets durante los ochenta, pero el verdadero punto de partida de su brillante carrera bien puede considerarse la edición en el seno de Fantagraphics del primer número de Eightball en 1989, un comic-book que empleará para serializar diversas obras extensas donde desarrolla un universo de perdedores y profundiza en la soledad y aislamiento de la sociedad moderna. La primera de ellas fue Like a Velvet Glove Cast in Iron (Como guante de seda forjado en hierro), una desconcertante historia de evidente influencia surrealista. Ghost World fue su primer gran éxito, llevado al cine en 2001, en el que contaba el paso de la adolescencia a la adultez de dos chicas en pleno descreimiento de los noventa. Los cambios en el mercado afectaron a Eightball, que dejó de ser un comic-book al uso para albergar historias largas completas en sus últimas entregas. Ice Haven fue el número 22de la serie, y The Death Ray (El rayo mortal) el 23, una impresionante revisión en clave realista –lo que, en el caso de Clowes, implica también en clave pesimista– de los cómics de superhéroes que le fascinaban de niño. Convertido en una de las principales figuras de la novela gráfica estadounidense contemporánea, Clowes prosigue su trabajo profundizando en sus temas de siempre al tiempo que, influido por Chris Ware, experimenta con el lenguaje de la historieta y con los cambios de estilo de dibujo. Una de sus últimas obras es Mister Wonderful, serializada nada menos que en The New York Times.
Jim Woodring supone un caso atípico en la escena alternativa, porque prácticamente toda su carrera ha estado ligada a una única serie: Frank. Entre lo onírico y lo fantástico, con un dibujo que recuerda a los dibujos animados clásicos, Woodring lleva décadas contando las historias mudas de Frank y el resto de los personajes del Unifactor, un mundo dúctil como los sueños, que podría representar nuestro subconsciente. Frank alterna el blanco y negro con el color, y absorbe al lector en sus páginas de pesadillas, pulsando las cuerdas ocultas de nuestra mente y despertando sensaciones atávicas y, a veces, malsanas. La extraña poesía de las páginas de Frank no se parece a nada que se haya visto antes o después en la historia del cómic, y sin ninguna duda constituye una de las obras fundamentales del cómic adulto, un ejemplo perfecto de que la historieta no tiene por qué ser exclusivamente narrativa y que puede usarse para algo más que contar una historia. Woodring, que padeció alucinaciones siendo niño, no puede terminar de explicar su trabajo, lo cual lo hace, en realidad, mucho más atractivo. En la actualidad sigue trabajando en su serie, a sus sesenta años.
Finalmente,
en este recorrido por los autores independientes que comienzan a despuntar en
la bisagra que une los ochenta con los noventa, tenemos que pararnos con calma
en el que bien puede ser el autor más importante de los aparecidos en los
últimos veinte años: Chris Ware. Ware es un trabajador incansable y un
perfeccionista obsesivo tremendamente exigente con su propia obra. A través de todas
las entregas de Acme Novelty Library, iniciada en 1993, no ha cesado de
evolucionar y de exprimir las posibilidades estéticas y narrativas del cómic.
Pero lo más significativo es que esta evolución la lleva a cabo volviendo la
vista atrás y recuperando a los maestros de la tira de prensa estadounidense,
especialmente a Frank King. Más que experimentar con los recursos del medio,
Ware ha ido un paso más allá y ha creado nuevos, especialmente en lo que
respecta al diseño, a la composición de página y a la manera de leerla, y a la
representación de ideas abstractas. Su estilo gráfico perfeccionista contrasta
con la dureza emocional de sus historias, que suelen girar en torno a la soledad
y la incomunicación de la sociedad moderna. Cada obra de Chris Ware deja atrás
a la anterior. En Jimmy Corrigan, recopilación de una historia seriada en el
Acme Novelty Library, examina las relaciones paternofiliales; en Lint,
aparecido directamente como una entrega completa del ANL, se plantea el reto de
plasmar la vida completa de un ser humano, desde el nacimiento hasta su muerte,
prestando especial atención a su psicología y mundo emocional antes que a los
hechos biográficos. Paralelamente a su serie propia, Ware ha ido realizando
cada vez más historietas y portadas para medios de información general o de
crítica literaria, como The New Yorker. Su obra se expone en museos y se
estudia en las universidades, y obtiene éxito comercial. Ha retomado el legado
de los pioneros del cómic de los que hablamos al inicio de este libro,
revolucionado el medio y causado una influencia decisiva en autores como Seth o
Daniel Clowes. Se ha convertido, en suma, en la punta de lanza de la vanguardia
del cómic contemporáneo, y en uno de los grandes genios de la historia.
Gerardo Vilches, “Breve historia del cómic”, Ed. Nowtilus Saber, p. 292 – 300.
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