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El manga en los noventa

El manga más comercial seguía su rumbo a toda máquina, con el mismo sistema basado en la prepublicación de las series en revistas. Los modelos establecidos en los años ochenta, con Dragon Ball a la cabeza, se mantuvieron más allá de lógicos ajustes estéticos, aunque los géneros se multiplicaron aún más, sobre todo por la influencia del ciberpunk. Fue, eso sí, la primera década de manga sin la presencia de Osamu Tezuka, muerto en 1989. Vamos a repasar una muestra representativa de lo más importante que llegó al mercado occidental desde Japón a principios de los noventa.

Empecemos por Sailor Moon, de la autora Naoko Takeuchi. Aparecida en 1992, la serie revolucionó el shôjo manga, en concreto el subgénero de las magical girls (chicas mágicas), al presentar a cinco adolescentes que encarnaban a guerreras de otra época, basadas en los planetas del sistema solar. Juntas se enfrentaban sucesivamente a todo tipo de enemigos demoniacos, ganaban nuevos poderes y descubrían más sobre su verdadera naturaleza, como en cualquier serie orientada a chicos, pero sin descuidar el romance que no podía faltar en cualquier shôjo. También en el shôjo fueron importantísimas las aportaciones de CLAMP, un colectivo de autoras que como Takeuchi introducirán la acción y la aventura en el manga para niñas, además de nuevos elementos, como la mitología y la fantasía. Ser un equipo les permitió ser tremendamente prolíficas, y así, los noventa están plagados de sus cómics. RG Veda fue su primer éxito, pero probablemente X y sobre todo Card Captor Sakura (Sakura la cazadora de cartas) son sus obras más importantes. 

En la frontera entre el shônen y el shôjo –porque sus tebeos están dirigidos inicialmente a los chicos pero gustan mucho a las chicas– se encuentra Masakazu Katsura, un autor que, en realidad, debutó en 1980, pero que alcanzará el éxito en los noventa. El principal reclamo para el lector es su habilidad para dibujar chicas exuberantes en poses eróticas, pero además de eso demostrará una gran capacidad para mezclar la comedia de situación adolescente con la ciencia ficción en dos de sus series más importantes, Video Girl Ai y DNA2. Entre 1997 y 2000 publicó I’’s, una de sus obras más ambiciosas. 

Ya inequívocamente encuadrado en el shônen de aventuras, encontramos uno de los fenómenos editoriales de la década: Rurouni Kenshin (conocido también en España como El guerrero samurái). Nabuhiro Wazuki la inicia en 1994 en las páginas de la Shônen Jump, y cuenta las andanzas en la era Meiji de Kenshin Nimura, un asesino de oscuro pasado que ahora, arrepentido, ayuda a la joven Kaoru a llevar su dojo. Concebida como una especie de híbrido entre los mangas históricos del estilo de Lobo solitario y su cachorro y Dragon Ball, Rurouni Kenshin se convirtió en un gran éxito, que enganchó a los lectores con su interminable sucesión de enemigos. En España fue la pieza clave de lo que se ha considerado el segundo boom del manga, que a finales del siglo insufló fuerza a lo que parecía entonces una moda agotada. 

One Piece, de Eiichirô Oda, también fue y es –pues aún no ha concluido– un enorme éxito editorial. En Japón es desde hace años la serie más vendida. Arranca en 1997 también en Shônen Jump y narra las alocadas aventuras de un grupo de piratas con poderes y habilidades especiales capitaneados por Monkey D. Rufi, un chaval con la capacidad de estirar su cuerpo. Su humor absurdo y el dominio de los mecanismos de la aventura clásica de Oda son las claves del enésimo fenómeno de masas japonés. 

Y a muy poca distancia lo sigue Naruto, el shônen de Masashi Kishimoto que debuta en 1997 y hoy continúa su andadura contando las aventuras del joven aspirante a ninja Naruto Uzumaki y sus compañeros. Naruto es probablemente el heredero más claro del trono que dejó libre Dragon Ball como gran serie de combates y técnicas de lucha que sus fans, una legión en todo el mundo, memorizan entusiasmados. 

Otro éxito, aunque más moderado, fue Crayon Shin-Chan (o simplemente Shin-Chan en España), de Yoshihito Usui. Se trata de una serie de humor que protagoniza Shin-Chan, un niño de cinco años extraordinariamente maduro para su edad, que pese a sus buenas intenciones no puede evitar que todo lo que haga acabe en catástrofe. Shin-Chan se convirtió en un icono, sobre todo cuando dio el salto al anime en 1992, en una serie que a España llegó mucho más tarde y que recordó viejas polémicas con asociaciones de padres que no entendían que no era, en realidad, una serie infantil. Manga y anime constituyen un retrato fiel y humano de la sociedad japonesa en sus aspectos más cotidianos. Tristemente, Usui falleció en un accidente mientras hacía senderismo en 2009, aunque su creación continúa en manos de otros autores. 

El manga dirigido a adultos continuó su expansión y diversificación, y por ello veremos muchas series que toman los géneros habituales del shônen pero les dan un tono más oscuro, con una violencia más explícita y cierto contenido sexual. Es el caso del Berserk de Kentaro Miura o Mugen no jūnin (La espada del inmortal) de Hiroaki Samura, que actualiza el manga de samuráis. 

Pero al margen de eso comenzaron a despuntar varios autores que, de forma paralela a lo que sucede en Estados Unidos con el cómic independiente o alternativo, trataban otros temas y otros géneros. Antes de hablar de ellos, no está de más recordar que autores consagrados del manga adulto de los que ya hemos hablado en anteriores entradas como Tatsumi –que dibujó Una vida errante en 2008– o Mizuki –con varias obras autobiográficas– siguen en plena forma y haciendo, de hecho, sus obras más personales y mejores. 

Al primero de estos autores, Jiro Taniguchi, puede parecer extraño ubicarlo en este epígrafe, dado que debutó en los setenta y realizó bastantes obras en colaboración en los ochenta –Hotel Harbour View es la más famosa de ellas–, pero a partir de los noventa, y por eso aparece aquí, empieza a hacer cómics más personales, obras autoconclusivas de extensión breve frente a la serie abierta que era habitual en el manga. Con su estilo de dibujo realista y limpio, de influencia europea, y su pasión por la naturaleza, ha desarrollado durante los últimos años una intensa actividad que lo ha convertido en uno de los más prolíficos autores de manga adulto. Además de revisiones de géneros clásicos como el negro o el western, ha realizado varias obras más intimistas, centradas en la cotidianidad y en los sentimientos de sus protagonistas. Un ejemplo es Aruku Hito (El caminante), una serie en la que, simplemente, se cuentan los largos paseos de un hombre por su barrio. Chichi no Koyomi (El almanaque de mi padre) es una de sus mejores obras, y posiblemente la más conocida en Occidente. En ella profundiza en la memoria familiar y en las complejas relaciones entre padre e hijo. En la misma línea dibujó Harukana Machi (Barrio lejano), en la que un hombre de mediana edad viaja en el tiempo por accidente para ocupar el cuerpo de su yo adolescente y entender así por qué su padre abandonó a su familia. Hoy, Taniguchi es uno de los grandes maestros del manga, y goza de una gran popularidad tanto allí como en Europa. Uno de sus últimos cómics ha sido Fuyu no Dobutsuen (Un zoo en invierno), una autobiografía donde cuenta cómo se convirtió en mangaka. 

Naoki Urasawa es un caso similar a Taniguchi: debuta en la década de los ochenta, pero es a partir de los noventa cuando comienza a producir series en solitario que le depararán un gran éxito. Se especializa en largos thriller psicológicos llenos de personajes complejos y giros de guion inesperados, como Monster, o Nijusseiki Shônen (20th Century Boys), donde añade elementos de ciencia ficción a la mezcla. En una de sus últimas series, Pluto, recoge una serie del maestro Tezuka para hacer un remake adaptado a los tiempos modernos. 

Acabamos este recorrido breve por necesidad con un nombre fundamental en el manga de terror: Suehiro Maruo. Tras su cuidado y detallado dibujo de corte clásico se esconde un maestro del terror más perturbador: el que combina sexo, violencia y muerte. Su facilidad para crear personajes siniestros y ambientes malsanos la demuestra en cómics como Midori, la niña de las camelias, una revisión del tópico del freak show, o La oruga, una versión de una novela de Rampo Edogawa. Pero su mejor obra es La sonrisa del vampiro, donde reimagina el mito vampírico y lo pasa por su propio tamiz, lo que da como resultado una obra perversa, donde la sociedad no queda en buen lugar. Maruo no tiene límites, y sus mangas nos obligan a enfrentarnos a todo lo que no nos gusta de nosotros mismos. Quizás por eso es tan universal sin dejar de ser profundamente japonés.

Fuente:
Gerardo Vilches, “Breve historia del cómic”, Ed. Nowtilus Saber, p. 284 – 290.

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