Determinadas características apartaban a los "pepines" (pues así se conocía coloquialmente a todas estas revistas) de los estándares del cómic internacional.
Su formato extremoso: 28 por 43 centímetros, los grandes, y 12 por 15, los chicos; su impresión en una sola tinta, con frecuencia sepia o verde; su proclividad al medio tono y al collage; su frenético ritmo: algunos aparecían todos los días y dos veces los domingos; su carácter misceláneo y finalmente su creciente orientación al público adulto.
Ya en la siguiente década tuvo lugar la edad de oro del cómic mexicano. Memín Pinguín (1945) de Yolanda Vargas Dulché y Sixto Valencia, La Familia Burrón (1948) y Los Superlocos de Gabriel Vargas, entre otros ejemplos, dan testimonio de ello.
En 1949 aparece la Editorial Novaro, cuya gran innovación fue la introducción del formato estadounidense del "comic book". Pronto se dedicó a difundir material de importación estadounidense por toda Latinoamérica y España, complementándolo con cómics de producción autóctona y finalidad didáctica como Vidas Ejemplares (1954), Vidas Ilustres (1956), Leyendas de América (1956), Tesoro de Cuentos Clásicos (1957), Epopeya (1958) o Lectura para Todos (1959). Se convirtió así en el sello "más prolífico e importante de cuantos se han dedicado a la historieta en México y, por extensión, en todos los países de habla castellana".
Ya en los años 50, surgen nuevos formatos, como Santo, una revista atómica, obra de José G. Cruz, que también edita Currito de arrabal.
El Santo, héroe nacional canonizado por el colectivo asiduo a las luchas, tal vez llegó hasta la cima catapultado primero por los cómics y luego por el cine y la televisión. Tal es el impacto de las historietas en el mundo real. Nunca sabremos si primero fue El Santo o primero fue su historia.
En 1956, los esposos Yolanda Vargas Dulché y Guillermo de la Parra fundaron también su propia editorial, dando origen finalmente al Grupo Editorial Vid, entre cuyas nuevas publicaciones puede destacarse sobre todo Lágrimas, Risas y Amor, cuyas historias serían adaptadas a cine y televisión. Los culebrones de la tele dieron voz y rostro a los personajes ya de por sí entrañables entre los mexicanos lectores, cuyo número se elevaba a millones. No es igual imaginar la voz grave y masculina de un monito, que escucharlo en sonido monofónico de los parlantes de los televisores de 21 pulgadas. O escuchar en la radio el grito de Tarzán de los monos a verlo onomatopéyicamente trazado con cinco o seis A.
Fuente:
Julio Edgar Méndez, “El cómic en México”, p. 5 – 6; disponible en julioedgarmendez.com
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